Después del diagnóstico: cuando el alivio convive con nuevas dificultades

Cuando una persona recibe un diagnóstico de autismo o TDAH en la adultez, suele describirlo como un momento de claridad: de repente, piezas que nunca habían encajado empiezan a formar parte de un mismo puzzle. “Comprendí que no era perezosa ni rara, simplemente mi cerebro funcionaba distinto”, relataba una mujer en un estudio cualitativo sobre diagnóstico tardío (Lewis, 2016).

Ese alivio, sin embargo, convive con una serie de dificultades que rara vez se cuentan. Porque el diagnóstico no es un final feliz, sino un comienzo lleno de retos emocionales, sociales y prácticos.

Reconstruir la identidad: un espejo nuevo

El diagnóstico obliga a reescribir la propia historia. Lo que antes eran etiquetas negativas —“despistado”, “antisocial”, “desorganizada”— ahora aparece bajo una nueva luz. Pero esa reinterpretación no siempre es sencilla. Muchos adultos atraviesan una sensación de duelo: por las oportunidades perdidas, por los años de incomprensión, por la soledad que quizá podría haberse evitado (Leedham et al., 2020).

Como señala Hull et al. (2021), integrar la identidad autista o con TDAH en la adultez implica un proceso complejo: es a la vez liberador y doloroso, un ejercicio de reconstrucción personal que exige tiempo y apoyo.

Las cicatrices de la autoestima

El diagnóstico explica la experiencia, pero no borra las huellas de haber vivido años sin comprensión. En una revisión sistemática, Bargiela et al. (2016) mostraron que muchas mujeres diagnosticadas en la adultez arrastraban una autoestima erosionada por años de camuflaje social y de mensajes negativos sobre su manera de ser.

Este fenómeno, conocido como masking, no solo desgasta psicológicamente: también dificulta que, una vez recibido el diagnóstico, la persona se sienta capaz de “mostrarse auténtica”. El hábito de ocultar rasgos está tan interiorizado que abandonarlo se percibe como arriesgado y vulnerable.

El vacío tras el diagnóstico

Una de las frases más repetidas por adultos diagnosticados es: “¿y ahora qué?”. La falta de recursos especializados para adultos neurodivergentes es una de las grandes asignaturas pendientes de los sistemas de salud. Como señala Lai y Szatmari (2020), existe un desajuste entre el número creciente de diagnósticos en la adultez y la escasez de apoyos específicos.

Esa brecha genera frustración: el diagnóstico ofrece un nombre, pero no siempre un camino claro. Y sin acompañamiento, el riesgo de ansiedad y depresión aumenta (Craig et al., 2023).

El entorno como barrera invisible

El diagnóstico no siempre es acogido con comprensión por el entorno. Muchas personas se encuentran con comentarios que minimizan su experiencia: “eso son modas” o “todos tenemos algo”. Estas actitudes no solo invalidan, sino que profundizan la soledad.

Según estudios recientes (Botha, 2020), la incomprensión social y laboral tras el diagnóstico puede ser incluso más dolorosa que los propios síntomas. Al fin y al cabo, no es solo el cerebro el que plantea retos, sino la rigidez de un entorno que sigue sin estar preparado para la diversidad neurológica.

Un comienzo, no un final

Hablar de dificultades tras el diagnóstico no significa desmerecer su valor. El nombre importa, porque ofrece un marco de comprensión y un punto de partida. Pero el verdadero desafío comienza después: reconstruir la identidad, sanar la autoestima, encontrar apoyos y transformar los entornos.

Como recuerdan Leedham y Happé (2020), el diagnóstico no debería ser visto como una línea de meta, sino como “el inicio de un proceso continuo de autoconocimiento y adaptación”.

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